Hace
años tenía una amiga muy cercana que siempre afirmaba ser
incapaz de ser feliz. Es
más, continuaba diciendo que la felicidad para ella solo podía ser
efímera y en nunca permanente. Como era mi mejor amiga, tenía sus
opiniones en alta estima y siempre daba valor a sus palabras,
demasiado valor. Con el paso del tiempo, sus opiniones, que eran por
aquel entonces tan diametralmente opuestas a las mías, acabaron
calando en mi forma de pensar. Si bien nunca llegué a ser tan
pesimista sobre la vida como ella, si que me dejé influenciar en
gran medida.
El hastío que suponía seguir la rutina cada día se apoderó de mi
alma y cada jornada me parecía exactamente igual que la otra. Todos
los días del calendario eran iguales, salvo escasos momentos que
conseguían hacerme olvidar mi aburrimiento vital de forma efímera.
Siempre volvía a caer en manos del aburrimiento supremo: la muerte
del alma en vida por asfixia. Si tuviese que describir aquella época
de mi vida en pocas palabras, diría que el mundo se volvió blanco y
negro. Casi todo era negro y solo a veces había algo de blanco.
Los años pasaron, aquella amistad llegó a su fin y mi vida siguió
su curso de una forma que jamás habría podido imaginar. Ahora el
mundo está lleno de color a mi alrededor e incluso un irrelevante
viaje en metro me resulta inspirador, lo suficiente como para
escribir estas líneas en mi portátil. Ahora vivo cada momento
presente tanto como puedo. No diré que al máximo, ya que no me
considero un perfeccionista pero si en gran medida. Mucho más que
antes y de forma completamente distinta a aquel periodo de oscuridad.
Tras haber experimentado ambos estados mentales, el oscuro y el sano,
puedo especificar la fuente de todos los males que sufre un hombre o
una mujer: el punto de vista. La forma de ver las cosas es lo que nos
atormenta o nos libera. Sí, la cuestión no se resumen a ver el vaso
medio lleno o medio vacío, es mucho más complejo que eso. Pero hay
algo que es muy simple, conceptualmente hablando, y es que en cada
uno de nosotros reside la posibilidad de madurar lo suficiente como
para encarar la vida con salud mental. La cuestión, entonces, reside
en mantener un equilibrio interno en nuestra mente.
Solo
una persona equilibrada puede aspirar a ser feliz. Y el meollo del
asunto es ese, ¿no? Si no, ¿qué sentido tiene todo lo que hacemos
o la misma existencia en este mundo? No nos equivoquemos pensando que
hemos nacido para sufrir o para servir a cierto propósito. Estamos
en este mundo de forma no voluntaria, alguien más decidió – o no
– traernos a la vida. Ese asunto no nos interesa porque no hay nada
que hacer al respecto, nos guste o no, estamos aquí. Y ya que
estamos, mejor que nos guste ser.
Ahora
bien, ¿ser el
qué?¿Desdichados
o felices? La elección es obvia pero parece que lo olvidamos a
menudo y con gran facilidad. Somos olvidadizos, nos dejamos distraer
por cualquier cosa, como obligaciones, deberes, normas y un sinfín
de cosas. La vida va tan rápido que no nos ponemos a pensar en algo
tan simple como: ¿soy feliz con mi vida? Si la respuesta es sí,
enhorabuena.
En
cambio, si es un no, estoy seguro de que hay muchas cosas que
requieren una reorientación en tu vida. La pérdida del norte
en
la vida es un mal muy generalizado, tan solo hay que escuchar unas
pocas conversaciones para darse cuenta de ello. Lo habitual es que
las personas más aquejadas por este mal pregunten cosas como ¿qué
tal el trabajo? o ¿qué tal el estudio? Pero nunca preguntan lo más
importante: ¿eres feliz? Y yo te pregunto, estimado lector, ¿lo
eres?
César P.
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