Hace tiempo, como recuerdo a mi
infancia, opté por bajarme un emulador de mi viejo Amstrad CPC6128K con un gran
paquete de juegos. Entre ellos estaba uno, “Westbank”, cuya mecánica consistía
en que eras el dueño de un banco en el antiguo oeste americano en el cual, todo
el que no te trajera dinero y viniera con intención de atracarte debías
matarlo. Era sencillo, repetía siempre la misma mecánica: primero sucesión de
puertas que se abrían y luego un duelo con tres personajes. Desde luego, era de
los que más enganchaban.
Pero
jugando un buen rato me ha hecho reflexionar. Hoy, probablemente, estaría
tipificado como un juego violento y mucho menos podría jugar una niña de unos 9
años (mi edad por aquella época). Viendo los resultados de esta generación (en
España ha habido casos incluso de jóvenes que han matado a sus padres con
espadas japonesas imitando a sus ídolos de juegos de lucha), me pregunto porqué yo nunca he sentido deseos de matar a nadie a mi alrededor. La respuesta es
bien sencilla: porque en mi casa se me inculcaron una serie de valores que me
permitieron distinguir entre lo real y lo que supone un juego. Y lo más
importante, se me enseñó desde el principio lo que está bien y lo que está mal.
Esto último, sí que hoy en día está perdido.
Pocos
padres se entretienen con sus hijos. Muchos están absorbidos por una espiral de
trabajo y apenas tienen tiempo para ellos. La mayoría de las veces, el propio
cansancio les impide invertir esfuerzo en decir “no” a sus hijos. Es más cómodo
decir “sí” y evitar complicarse. Decir “no” a los hijos implica aguantar muchas
veces berrinches a corto plazo y la cultura
actual, busca la inmediatez, con lo cual no es capaz de ver que a largo
plazo que ese decir “sí” o “no” tiene unas consecuencias en los hijos.
Y
sobre todo, lo que más daño está haciendo es la cultura del relativismo. La
verdad se ha convertido en algo subjetivo, es decir, la verdad es lo que decide
la persona. Por lo tanto es inmanente. De manera que no existe una única
verdad, sino tantas verdades como personas hay en el mundo (China debe de ser
una locura respecto a esto). Esta idea no solo es totalmente errónea e
incoherente, sino que estamos sufriendo las consecuencias con creces. Y es
incoherente porque si la verdad es relativa, también esta afirmación es
relativa.
Existe una
verdad universal, lo que pasa que no siempre es fácil encontrarla. La verdad
nos trasciende, está por encima del sujeto. Un ejemplo aunque sea macabro: si
una persona piensa que matar está bien, como lo piensa ella, es verdad y sin
embargo todos sabemos que matar no está bien. Es más, todo este relativismo
acaba siendo puro egoísmo: solo importa lo que yo opino, que es la verdad. Se pasa de una aparente tolerancia a un
totalitarismo de los más fieros.
He
de reconocer que esta búsqueda no siempre es fácil y entiendo que pueda
desanimar. En ella influye la cultura, la religión, la personalidad… Unas veces
necesitarás que la vida te dé pruebas de acierto o error y ese error muchas
veces es doloroso. Pero nunca debe desesperarnos. Verdad y esperanza van de la
mano, junto con el amor. El amor es la mayor fuerza que tiene el hombre. Por
él, es capaz de hacer cualquier cosa. Por intuición el hombre sabe que el amor
puede durar para toda la vida, puesto que si preguntáramos a todas las parejas
que se casan, creo que muy pocas lo harán pensando en hacerlo y aguantar
mientras dure.
Sin embargo,
ese amor necesita de la esperanza y, por decirlo de otra manera, del futuro.
Otro de los grandes problemas de esta sociedad, que ya lo he mencionado, es que
vivimos en lo inmediato. Y esta inmediatez genera, cuando surgen problemas,
frustración y desencanto, puesto que no somos capaces de ver más allá de la
situación que nos incomoda. Vivir en lo material, en lo que se ve, lleva a la
sociedad al desencanto y a la desesperanza, puesto que lo material es corrupto.
Todo se acaba. Sin un sentido más allá de lo que se ve y eterno, la sociedad
cae en el sinsentido, en la nada. Por eso son tan importantes los valores firmes
y una gran esperanza a largo plazo.
C.G
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