Es lunes en Madrid
a las 11 de la mañana de un gélido diciembre que se ha vuelto
súbitamente hostil al ser humano. El frío cala en los huesos y se
encarga de hacer que te arrepientas de salir de la cama antes de la
hora de comer, como pronto. Por las calles se observan coches con los
cristales cubiertos de escarcha y, a veces, se ven hombrecillos
intentando liberar a sus coches del recubrimiento de hielo con afán.
Ardua tarea que un peatón contempla jactancioso, pues él va a pie
de un lugar a otro. Y en su camino pasa por una de las grandes
tiendas cuyas puertas se abren como fauces hacia una de las avenidas
principales de la capital.
Entra, susurran
las puertas con su flexible movimiento automático de par en par
cuando un viandante osa acercarse lo suficiente. Tras las puertas se
levantan incontables niveles de ropa, accesorios, calzado, menaje del
hogar, etc. Tantos artículos ordenados minuciosamente para aumentar
la sección visible abruman al incauto consumidor atraído por las
numerosas ofertas, etiquetas coloridas y sugerentes formas. El arte
de la publicidad se dedica a exprimir nuestros deseos internos de
forma tal que nos veamos empujados hacia las tiendas como virutas de
hierro hacia un imán.
Todos
queremos algo, ya sea un perfume, una camisa, un vestido, etc. Pero,
¿lo necesitamos de verdad? Los publicistas y expertos en marketing
ganan salarios con un solo objetivo: conseguir que los consumidores
compren cosas que no necesitan pero quieren
tener.
Después de todo, qué mejor que un comprador que llena su casa de
objetos innecesarios pero que le
gusta comprar,
¿verdad? Como ese segundo ordenador que estaba de
oferta o
esa tercera televisión para la cocina porque hay que tener una tele
en la cocina, ¡no vaya ser que nos aburramos! Y así un sinfín de
ejemplos triviales. Estoy seguro de que si miramos alrededor en
nuestro salón o habitación veremos al menos tres objetos inútiles
pero que están ahí.
Pues
bien, alguien hizo su trabajo de forma satisfactoria para que otra
persona comprase cualquiera de esos objetos. En eso consiste el
delicado arte de vender hoy en día, en la sutileza, en que el
comprador no se dé verdadera cuenta de que igual
no necesita tantas cosas, o igual
no
necesita renovar el móvil una vez al año... No digo que no haya que
comprar nada salvo lo imprescindible ni que gastar el dinero por
gastarlo (por la satisfacción que produce o llamémoslo X)
no sea aceptable. Pero sí digo que igual comprar ropa cuando el
armario está ya hace tiempo a reventar no es algo necesario.
Hablo de visualizar el panorama desde una perspectiva más amplia y
de juzgar el uso del dinero de forma más objetiva. Hablo de evitar
la compulsión del consumismo, de aguantar el presión de la
publicidad como quien se mantiene firme en la orilla ante una ola que
rompe. A veces, es inevitable ceder.
César P.
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