Hay unos pocos
motivos de peso por los cuales no puedo ser miembro de ningún parido
político, ni por activa ni por pasiva, ni ahora ni – muy
posiblemente – nunca. Dudo mucho que nadie me convenza de lo
contrario alguna vez en mi vida, pero como la vida da tantas vueltas
quién sabe. En cualquier caso, hoy por hoy sigo sintiendo un
creciente desprecio por la elite política
que disfruta de innumerables privilegios a costa del curro de los
demás. Y lo peor de todo: lo permitimos.
Por
un lado, no estoy a favor del sistema político actual. Y digo no a
favor, no en contra, puesto que no veo opciones viables ni
alternativas que permitan evolucionar del estado presente a otro
estado de mayor equilibrio. De todas las formas de gobierno que se
han planteado en la Historia es posible que la democracia sea la más
aceptable, a pesar de ser cancerígena en la práctica.
El
modelo de gobierno no es, en sí, patológico pero la praxis
en la que ha derivado lo es en
gran medida. Demasiado. Además, da lugar a no pocos abusos de poder
consentidos por los mismos que hacen las leyes. Pero, claro, si quien
hace la ley, hace la trampa... quién puede cazarlo. ¿Veis por qué
da asco?
Por
otro lado, no admito que nadie introduzca creencias o afirmaciones,
siquiera, en mi sistemas de ideas sin analizarlas. En otras palabras,
nunca acepto la palabra de nadie sin evaluar debidamente la
veracidad, fiabilidad y contenido de las mismas. Puede que sea porque
soy científico y el escepticismo es mi forma de ver la vida. Es más
que una costumbre, es mi forma de encarar la vida misma.
Ahora,
pensemos por un momento en los discursitos que sueltan los políticos
todos los días. Tengo unas cuantas observaciones al respecto. Para
empezar, cómo decirlo, hm... vale, siendo conciso: no saben hablar.
Simple y llanamente, no saben hilar palabras, no usan el vocabulario
debidamente. No construyen bien las frases, etc. Y no hablemos del
contenido de sus mensajes llenos de falacias, cifras sueltas, medias
verdades, argumentos de autoridad prestados y hasta plagiados, etc.
Un
rollo. Escuchar hablar a los políticos es, para mí, o bien una
diversión, o bien un tostón. A veces lo hago para reírme y otras
me matan de hastío. Huelga decir que no puedo confiar en las
palabras de alguien que no conoce bien las complejidades de su propio
idioma, el español. No hablo de hablar sin acento o de usar un
lenguaje sin localismos, siquiera. Exijo a quienes me exigen a mí, y
al resto de contribuyentes, que hablen correctamente, al menos.
Pero
ni eso. Y no mencionemos la demagogia barata. Tampoco mencionemos los
habituales toma-y-dacas que consisten en insultarse mutuamente y
echarse trapos sucios a la cara. No mencionemos la corrupción, las
promesas incumplidas, no mencionemos un largo etc. Concluyo, por todo
lo anterior, que soy apartidista y que es muy probable que siempre lo
sea. A mucha honra.
César P.
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