Venezuela ha elegido a su presidente hasta
el 2019: Nicolás Maduro asumirá este viernes la presidencia.
Era cuestión de tiempo volver a
encontrarnos hablando de Venezuela una vez más. Desde la muerte de Hugo Chávez
Frías hasta la elección del último domingo restaban cumplirse varias etapas
formales y materiales antes de saber si Enrique Capriles, candidato opositor, o
Nicolás Maduro, heredero político de Chávez, vicepresidente electo en las
elecciones de noviembre, conducían la República Bolivariana durante los
próximos 6 años.
Las elecciones arrojaron resultados
ajustados: Maduro se impuso con el 50,8%, sobre un 49% de Capriles, una
diferencia que transformada en electores es de 265.000 votos. Mucho más
importante que en el número, la escasa diferencia tuvo un efecto previsible
sobre el pueblo. Lejos de asumir la derrota y preparar su rincón opositor
displicente y oportunista como tan magistralmente sabe hacer, Capriles llamó a
sus votantes a tomar la calle e impugnar el proceso eleccionario. El margen
escaso le brindaba una plataforma ideal para enturbiar la democracia
venezolana. Así, desafiando al mensaje concluyente de las urnas, las cacerolas,
o el pálido ruido de la hojalata machacada, respondieron empuñadas por sus
culinarios propietarios al llamado del disidente Capriles. Eso fue sólo el
preludio. Las manifestaciones del domingo abrieron paso a un enfrentamiento
cuerpo a cuerpo entre venezolanos que a día de hoy se ha cobrado 7 vidas. El
hecho de que las víctimas sean chavistas es sintomático.
Nada han tardado los sultanes del mundo en
poner en duda los resultados de las elecciones y mucho han hecho por cuidarse
de proclamar, mejor dicho, de reconocer, al vencedor. Da que dudar en un país
en el que el proceso eleccionario tiene reputación sobrada para hacer frente a
cualquier cuestionamiento. Abundan los pronunciamientos en relación a la
fiabilidad y transparencia de las votaciones en Venezuela, hecho que pudo ser
contrastado en el 2012, cuando no solamente una jornada irreprochable y el
amplísimo margen amainaron los ánimos golpistas siempre latentes de la carroña
opositora que ya imaginaba una Venezuela descabezada por la muerte de su líder.
Lamentablemente, al poco tiempo de esa fantasía, se informó que la salud del
comandante Chávez Frías empeoraba y debió plantearse una posible transición.
Dicha transición al tiempo que forzó a Nicolás Maduro a ponerse en piel de
candidato oficialista activó, a no dudarlo, sirenas y señales luminosas en los
Aliados Unidos.
Los Aliados Unidos ya no es simplemente
Estados Unidos. Si se tratara solamente de ellos el problema sería de
magnitudes preocupantes, pero para hacer la escena todavía más amenazante involucra
también a grandes potencias europeas de las que disputan realidades del otro
lado del Atlántico. Para ellos lo esencial es borrar cualquier vestigio del
comandante Chávez, imponer la lectura de que las dos mitades de Venezuela, una
idea dicotómica instalada generosamente en medios del mundo, bajo ningún punto
de vista podrían entrar en concordancia ante la evidencia de un resultado como
el del domingo. No, para ellos lo esencial -meta alcanzada- era acercarse tanto
como posible al mínimo margen. Esto permitiría generar el contexto propicio
para plantear un fraude electoral y exigir mayores garantías.
Así, la imagen que se nos ofrece casi
hegemónicamente es que la denuncia de fraude electoral y la agitación del
pueblo voltear un gobierno electo por una mayoría calificada son apenas los
pasos necesarios para hacer migas de la democracia. Recomiendo llevar la
atención durante los próximos días a la prensa independiente para mantenerse
informado.
Tolxoko
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