Es esta una semana en la que ponemos el ojo
sobre la ONU. Es que estos últimos días han estado trabajando en la Asamblea
General. En caso de que alguno lo desconozca, la ONU se divide en varios
órganos que quizás próximamente podamos discutir: la Asamblea General, el nefasto Consejo de
Seguridad, el Consejo Económico y Social y la Corte Internacional de Justicia
de La Haya son los más importantes. En la Asamblea General tienen
representación 193 Estados Miembros y en ella, cuando el deber llama, cada
estado envía su delegación para discutir un tiempo y emitir resoluciones
puramente formales o, en momentos de arduas tareas, votar y suscribir tratados.
Hacemos aquí un alto para no dejar a nadie
afuera. ¿Qué es un tratado? Es la forma en la que los Estados que los suscriban
se comprometen frente a los demás estados a respetar un marco normativo que no
es el que el poder legislativo de sus países sanciona. Han sido, lo son y
seguirán siendo, un tema polemizado y bastardeado hasta el paroxismo dentro de cada
país. Por bonitas que parezcan las sesiones de la Asamblea General, y aunque
excepcionalmente las fotografías muestran el máximo número posible de
mandatarios dentro del mismo recinto, la regla es que participen comisiones
que, cuando la fortuna acompaña, la integran el canciller del estado y sus
colaboradores y muchas veces ni siquiera eso. Análogamente, la letra de los
tratados es holgadamente más hipnótica que la puesta en marcha de las
propuestas o medidas adoptadas en ellos. La redacción de los tratados se
pincela con palabras siempre a tono y acumulan firmas al pie.
El martes último se reunió la Asamblea
General y se votó el Tratado Internacional sobre el Comercio de Armas. La idea declarada
es que cada país tome control sobre las transacciones de armas convencionales
(tan convencionales como tanques de guerra, los vehículos de combate blindados,
los sistemas de artillería de gran calibre, aviones y helicópteros de combate,
buques de guerra, misiles y cohetes, así como las armas pequeñas y ligeras) que
se realicen dentro de su territorio para determinar si podrían utilizarse para
evitar un embargo internacional, cometer genocidios, violaciones graves a los
derecho humanos o en provecho de terroristas o criminales. Todo esto después de
siete años de conversaciones. El texto contó con 154 votos a favor, 3 votos en
contra y 23 abstenciones, lo que representa una mayoría superior a los 2/3 que
se exigen ordinariamente para su aprobación; ahora deberá ser ratificado por
cada uno de los estados siguiendo un camino similar al de una ley y comprobando
que no existan incompatibilidades entre el flamante tratado y las
Constituciones Nacionales. Como una especie de válvula de transición, no
entrará en vigor hasta la quincuagésima ratificación (50°), una medida naturalmente
imprescindible para que el compromiso resulte efectivo, para lo cual todavía
podrían faltar varios años.
Mientras tanto, aunque cada mes aparece un
nuevo episodio violento en el que armas de particulares se vuelven contra los
ciudadanos, en Estados Unidos los lobbies que comanda la Asociación nacional
del Rifle (NRA) ya empiezan a sembrar los primeros escollos para que el Tratado
valga lo mismo que un folletín.
En días de tensión con Corea del Norte por
armamentos nucleares, siguen intentando hacernos creer que el único país del
mundo preparado para desarrollar armamento nuclear son ellos mismos. No puedo
evitar imaginar cada vez que escucho a algún funcionario norteamericano
hablando de la amenaza que algún otro país representa a un padre piromaníaco diciéndole
en navidad a su hijo de 38 años de edad,
que solamente él podrá encender los cohetes después de la cena. “¿Por qué yo no
puedo y tú sí?” le pregunta el hijo (país villano de turno) a su padre (Estados
Unidos, siempre en papel de padre, claro). El padre lo mira, pierde todo sesgo
paternal complaciente, adopta los modos de un jubilado gruñón y responde
-homenajeando a Star Wars- “Porque soy
tu padre”. Así están las cosas en este 2013.
Tolxoko.
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